jueves, 31 de octubre de 2019

REFLEXIÓN

Hoy también hablaré con amargura; porque es más grave mi llaga que mi gemido.
Job 23:2
Acerquémonos... confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.
Hebreos 4:16
Desde el fondo del dolor
Indiscutiblemente la muerte es el hecho que provoca más lágrimas y dolor. La pérdida de un ser querido siempre causa un inmenso dolor.
Una madre, después del suicidio de su hijo, se expresaba así: «Al dolor de la muerte se añade el sufrimiento debido a la incomprensión y la distancia de aquellos a quienes uno considera sus allegados». Hundida en su desesperación, tocaba el fondo del dolor: «Lloro y no escucho ni una voz que me consuele».
Sin embargo, Dios vive y desea consolar a los que pasan por el duelo. Pero para ser consolado por alguien, hay que conocerlo; la simpatía de un desconocido es un débil consuelo. Los que tienen una relación viva y personal con Dios mediante la fe en Jesucristo pueden dar testimonio de que él es un “pronto auxilio en las tribulaciones” (Salmo 46:1).
Veamos cómo se comportó Jesús cuando vivía en la tierra. Cuando supo que su amigo Lázaro estaba enfermo, Jesús fue hacia la familia angustiada, y lloró ante la tumba (Juan 11:35). Jesús, el Hijo de Dios que vino a la tierra, también conoció la soledad y el sufrimiento, y dijo: “Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé” (Salmo 69:20). De manera que ahora puede compartir la pena de los que lloran, y consolarlos.
Nuestro Dios no es un Dios lejano, indiferente a nuestras desgracias. “Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros” (Santiago 4:8).

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