martes, 5 de noviembre de 2019

REFLEXIÓN

Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte. Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.
1 Corintios 1:27, 21
Lázaro
Lázaro era un hombre poco conocido, quien solo aparece en los capítulos 11 y 12 del evangelio según Juan. Casi no se sabe nada de él, excepto que vivía en Betania con sus dos hermanas y que Jesús lo amaba (Juan 11:3, 5). La primera vez que el evangelista nos habla de Lázaro es para decirnos que estaba enfermo, a punto de morir; sus hermanas enviaron un mensaje a Jesús, no dudando de que él podía sanarlo. Al oír esta noticia, el Señor esperó dos días antes de ir a Betania; no porque fuera indiferente o insensible a la preocupación de esa familia amiga, sino porque en esa oportunidad quería manifestar su gloria. No sanaría a un enfermo, como lo había hecho con muchos otros, sino que resucitaría a un muerto, cuyo cuerpo ya estaba marcado por la corrupción.
Días después de su resurrección, Lázaro estaba a la mesa con Jesús (Juan 12:2), prueba viva del amor y del poder del Señor. Entonces los jefes religiosos decidieron matar a ese molesto testigo del poder divino, cuyo ejemplo atraía otras personas a Jesús.
Ser amado por Jesús, quitado a la muerte, estar a la mesa con él y compartir con él el odio de sus adversarios, esa fue la historia de ese hombre. También es lo que Dios ofrece a cada creyente: sentir el gozo de ser amado por el Señor, de ser librado de la muerte eterna, gustar de su comunión y compartir su oprobio, si él nos juzga dignos de sufrir por él. ¡Qué programa, humilde para la tierra pero glorioso para el cielo!

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